sábado, 21 de enero de 2017

LA CALESITA DE PUNTA ALTA

El calesitero González con Agustina Cattaffi, foto de Periodismo en Redacción.

Recientemente, la calesita de Punta Alta ha sido noticia merced a su traslado a un nuevo emplazamiento, en la Plaza General Belgrano. Una medida acertada, promovida por Agustina Cattaffi,  que beneficia al paseo público, al calesitero y a los niños que, en nuestro principal lugar de esparcimiento, encuentran  concentrada la mayoría de sus juegos.
Héctor Juan González, calesitero, nació en nuestra ciudad el 19 de agosto de 1935, cuando todavía éramos una delegación municipal de Bahía Blanca. Junto a su hermano “Pichín” construyeron la primera calesita de Punta Alta en 1967, en un galpón próximo al Parque San Martín. Verdaderos pioneros de la actividad.
En 1990, colaborando como periodista freelance y caricaturista de La Nueva Provincia, me senté con él al borde de su carrusel de colores y entablamos la charla que reproduzco a continuación, y que el diario me publicó el viernes 9 de octubre del citado año. Nos conocíamos bastante, pues durante años llevé mis hijos a su calesita, donde con mi hijo Pablo entablaba verdaderos duelos de sortija que nos divertían a todos. Agrego la caricatura tomada del recorte de mi archivo, pues  no tengo el dibujo original, que seguramente le obsequié a González como era mi costumbre.
No voy a abundar en la historia de la calesita en el mundo ni en el país para no alejarme de nuestra calesita, que es el motivo de este post. Sí, agrego joyas de la pintura donde la calesita, el tiovivo, el carrusel, ó como la llamen, es protagonista.

Caricatura que le hice a González en 1990 y que La Nueva Provincia publicó junto con la charla que mantuvimos. El niño que viene por la sortija es "Tuco", mi personaje de una tira semanal de la revista "La vidriera".

DONDE HAY CHICOS, TIENE QUE HABER UNA CALESITA.
EL CONCEPTO PERTENECE A HÉCTOR JUAN GONZÁLEZ.
Vuelta tras vuelta, como en la rueda de la vida, va transcurriendo el tiempo.
Como un reloj, sus engranajes giran alegremente, sin importarles que hubo una vez una niñez y un momento de diversión.
El adulto, con su niño interior, recrea ese tiempo ido con sus hijos, con sus nietos, subiendo y bajando en un animal de madera.
Se proyecta en ellos cuando se estiran para alcanzar la sortija que permitirá una vuelta más, pero gratis.
¿Quién no quiere una vueltita más? Así, como un Dios que nos insufla la vida, que nos determina cuándo nacer, cuándo dejar de girar y cuántas veces debemos subir y bajar en la vida, ese “ser superior” se nos presenta en la niñez.
El nihilista dirá que tan simple es un hombre. ¿Pero en aquellos días de la infancia no era ese ser el que, con el simple movimiento de su mano, determinaba cuándo empezaba y cuándo concluía la rueda? Sin embargo, estamos ante el ocaso de los “dioses”.
Luces de neón, pantallas que reproducen una carrera de fórmula uno, botones que sirven para derribar aviones enemigos, han deslumbrado a las nuevas generaciones.
“Ya no es un buen negocio, pero donde hay chicos tiene que haber una calesita”
Atrapado en sus propios principios, Héctor Juan González, es un calesitero de ley. Uno de los últimos que queda en Punta Alta
Nació en la ciudad cabecera del partido de Coronel Rosales hace 55 años. En 1958 se inició como calesitero en un parque de diversiones y ya no abandonaría tan especial actividad que, en la actualidad, responde más a una concepción particular de la vida que a un negocio.
“En el parque, cierta vez, me prestaron un caballito y nos sirvió, a mi hermano Osvaldo y a mi como molde para fabricar nuestros propios caballitos de resina plástica. Así comenzamos a armar, pieza por pieza, las dos calesitas que hoy funcionan en la ciudad”
De esa forma, contada de manera sencilla, miles de niños-hoy muchos ya adultos- empezarían a girar, girar y pedir una vueltita más.
Los detalles de la construcción van amenizando el relato de González.
“Con mi hermano creamos los banquitos, pintamos los paneles y espejos. Osvaldo se encargó de autitos y aviones ya que se especializaba en herrería metálica y fundición. Hacia 1970, las dos calesitas estaban concluidas”, señaló.
Dijo que no sólo los niños de Punta Alta se divirtieron en ellas.
“Estuve con mi calesita en Bahía Blanca, Monte Hermoso, Coronel Dorrego, Cabildo, Saldungaray, Ingeniero White y Tucumán”, expresó.
En 1982 recalaría definitivamente en nuestra ciudad.
Los vaivenes de la economía también han repercutido en esta actividad.
“Antes la calesita giraba tarde a tarde con su capacidad colmada. Ya no es así. La crisis económica se refleja también en este tipo de erogación que es mínima”, dijo.
Un calesitero no se hace sólo por el hecho de tener un oficio. Hay que sentirlo. Y González lo refleja en algunos puntos de la conversación.
“Lo malo es que los adultos, a menudo, no entienden que la niñez se da una sola vez en la vida. La calesita tiene su tiempo y su lugar en el corazón”.
A las reflexiones, se suman las anécdotas.
“¿Les cuento? Cierta vez se acerca una señora y me pregunta si su papá podía dar una vueltita. Le dije que sí. ¡El hombre tenía 90 años y nunca había subido en una calesita! El pobre no quería morir sin conocer la sensación de montar un caballito de madera”.
La historia, para muchos al igual que González, es cíclica.
“Tengo la satisfacción que muchos niños que hace 20 años disputaban la sortija, ahora traen a sus hijos para repetir la historia”, señaló.
González es consciente que los tiempos cambian y con él las modas y costumbres.
“Antes la calesita era un entretenimiento para familias enteras. Hoy se diría que vienen cuando accidentalmente tropiezan con ella en su camino”, manifestó.
La noche avanza. La música va sonando cada vez con menor fuerza. Es hora de tapar la calesita. Su mágico movimiento, aún cuando sea superado por otros entretenimientos, seguirá latiendo por muchos años en los corazones de millares de niños.
Signo del tiempo. La calesita es símbolo de un tiempo.
Raúl Ifran.
Publicado en La Nueva Provincia el viernes 19 de octubre de 1990.

Atardecer en la calesita. Obra de Lidia Papic.

Calesita del 55. óleo de Ernesto Pereyra.

Calesita de mi barrio, de José Villarino.

Carrusel de Arroyo Campos.

Calesita de Armando Leonetti.

Tiovivo de  Eder Alberdi.

Tiovivo de Juan Mari Navascues.

jueves, 19 de enero de 2017

LUIS ALIMONDA. EL PRIMER PRÁCTICO DE PUERTO BELGRANO

Luis Alimonda en el puesto de mando del remolcador Querandí, en Puerto Belgrano.

1-Emigrando para olvidar.

Luis Alimonda nació en Génova, tierra de navegantes, en 1875. Cuando tenía once años, su abuela paterna fue mordida por un perro rabioso. No tenían recursos para salvarla. Los estragos de esta enfermedad eran terribles. La familia, en medio del dolor y la impotencia, resolvió en conjunto envenenarla. Uno de los hijos, es muy probable que el padre de Luis, preparó la pócima fatal y con ella impregnó los labios de su madre. De ese modo la “despenaron” para alivio de su mal, y de ese modo se desintegró la familia.
Ese mismo día, el 15 de marzo de 1886, de la mano de Ángelo, su padre, que era marinero, Luis embarcó hacia la Argentina en el vapor Adria. Era un buque pequeño, de 2.655 toneladas y mala fama, construido por la Cunard Line en 1855.  Buscaban poner distancia con el doloroso recuerdo. Tal vez el rudo viento del sur, las hostiles mareas y el paisaje desconocido, trajeran un poco de alivio a sus almas.  Edmundo De Amicis, en su obra “Sobre el océano” dice que los italianos emigraban para comer. En este caso, emigraban para olvidar.


El vapor Adria en el que Angelo y Luis Alimonda viajaron a Argentina.

Arribaron a Buenos Aires el 9 de abril. Padre e hijo trabajaron codo a codo en  actividades  relacionadas con la marinería, en las que Luis fue adquiriendo conocimientos y templando su carácter. Sin embargo, el padre extrañaba su tierra. Luego de unos años compró pasaje en el Clementina, un buque de 1.384 toneladas construido por Palmer Brothers de Jarrow-on-Tyne, y regresó solo a Italia. Este viaje demoró cuatro meses.
El joven Luis se quedó en el Río de la Plata, embarcado en un remolcador, perfeccionándose en tareas de práctico. Sin embargo, como éste era un trabajo muy bien remunerado, y apetecido por los especialistas de las navieras, fue desplazado por la competencia desigual y quedó desocupado. Así le llegó un día la noticia de que necesitaban un práctico naval en el naciente puerto militar de Bahía Blanca. Hacia ese lugar desierto y lejano se encaminaron sus pasos. Puerto Belgrano era noticia en todo el país, con una importante cantidad de paisanos trabajando en él, comenzando por su fundador, el mismísimo ingeniero Luis Luiggi.
  
2-¿No se anima don Luis a entrar el Iowa?


Tarjeta postal de la época, mostrando al Iowa entrando al dique.

Luis Alimonda llegó a Puerto Belgrano recomendado por el naviero croata Nicolás Mihanovich, cuya esposa Catalina Balestra, viuda de su socio, era genovesa. Aquí, como él mismo decía, se encontró con un paisaje desolador.
-Este lugar era el desierto, o peor aún. Olas de arena, movidas por el viento inclemente, nos corrían de un lugar a otro en un ambiente tan solitario como el mar. Pero con trabajo, perseverancia y mucha fe conseguimos superarlo. Yo también agarré la pala y planté árboles como todos los demás.
Llevaba pocas semanas en la base cuando el almirante Barilari lo llamó para entrar un barco al puerto. Luis pensó, dada su condición de bizoño, que se trataría de un buque de pequeño calado. Enorme fue su sorpresa cuando supo que no era así.
-¿No se anima, don Luis, a entrar el Iowa?
-Cómo no, Señor Almirante. ¿Pongo el remolcador a popa o a proa?
-De ninguna manera. Éntrelo usted mismo desde el puente.
-¡Madonna Santa!
El buque, un acorazado de la armada norteamericana, venía navegando desde Cuba y necesitaba unos retoques de limpieza en los fondos del casco. Era uno de los de mayor manga del momento-21,99 metros- al punto que, ingresado al dique de carena más grande de América del Sur, apenas sobraban 60 centímetros por lado. Alimonda demostró con el éxito de la maniobra la soberbia capacidad de nuestro dique y la no menos admirable pericia del práctico. Apenas terminada la faena a través de los canales del puerto en plena construcción, desembarcó y echó un trago de whiski. Esto aconteció en la primera quincena de octubre de 1902.
Entre 1901 y 1930 Alimonda había movido 13.239 barcos sin una varadura ni accidente que se reflejara en pérdidas económicas ó humanas. Cerca de un millar de veces entró, sacó ó cambió de ubicación en Puerto Belgrano a los ciclópeos acorazados Moreno y Rivadavia, y unas cinco mil al San Martín y al Pueyrredón ya de día como de noche. Condujo a los presidentes Marcelo Torcuato de Alvear en el Moreno, a Julio Argentino Roca y a Carlos Pellegrini en el Buenos Aires y a Figueroa Alcorta en la Fragata Sarmiento, a la que Luis quería entrañablemente, como propia.
Alimonda se había granjeado la estima y el respeto de todos los oficiales, a muchos de los cuales conocía desde guardiamarinas. Todos aceptaban sus apreciaciones y consejos. De su pericia dependían los millones de pesos que valían los grandes acorazados, los destructores y las torpederas. Además, siempre había estado atento en las situaciones límite para socorrer a los marinos en peligro de ahogarse.
Entre sus socorridos figuraban el teniente de navío retirado Guillermo Llosa, el ingeniero maquinista Lorenzo Colorá, el suboficial maquinista Octavio Pedemonte y un par de marineros durante el trágico naufragio de la grúa toba en 1924. El práctico, con genuino pudor, evitaba hablar sobre estos salvatajes.

Otra vista, en una foto de Caras y Caretas, del Iowa en Puerto Belgrano.

3-Antonio Antieri, el socio ideal.

Alimonda y Antieri, en foto de Caras y Caretas, recorriendo una avenida de Puerto Belgrano en bicicleta.

En 1900 llegó a Puerto Belgrano Antonio Antieri, a quien todos llamaban Nino, apócope de Antonino. Fue marinero y patrón de remolcador para, en 1914, acceder finalmente a su cargo de práctico.
Había llegado a Bahía Blanca cuando el trazado del puerto militar era apenas un ambicioso proyecto. Se empleó en una compañía inglesa y a bordo del “Bella Arena” acarreó pedregullo para las obras. Luego se quedó a trabajar en la base naval y llegó a patrón del remolcador Querandí.
Antieri se casó en 1905 y tuvo cuatro hijos. Era más que un compañero de trabajo, juntos componían una dupla fundamental para el movimiento de navíos en los canales del puerto. Era común verlos en el puente de mando de los remolcadores, dirigiendo las maniobras, o transitando en bicicleta las avenidas de la base. Entre las numerosas anécdotas que solía contar Nino, estaba una referida a la visita del príncipe de Gales, Eduardo de Windsor, a bordo del acorazado “Repulse” en 1925, acompañado por el presidente de la Nación y varios ministros.
Alimonda entró el buque de la comitiva en 16 minutos. Sin embargo, al  ministro de marina no le agradó el movimiento y lo reconvino que para la salida, lo hiciera  en mejores condiciones. Luis agachó la cabeza y se marchó sin responder, sin entender qué pretendía el funcionario. Éste comentario hirió el amor propio del práctico que con este acorazado llegaba a 11.000 barcos movidos.
-¿De qué mejores condiciones-masculló para si-me habla este signore?
Para la salida del Repulse, con el futuro monarca de Inglaterra a bordo, lo secundaba Nino en El Querandí, a proa. Disgustado por el injusto e incomprensible llamado de atención del ministro, Alimonda le dio una directiva precisa a su compañero.
-Nino-le dijo-cuando toque tres veces el pito, pegás un tirón fuerte con el remolcador y rompés los cabos, y te vas ahí nomás.
Sonaron las tres pitadas y el Querandí aceleró a toda máquina. Los cables se cortaron. Alimonda ordenó que también se marchara el remolcador de popa. Hubo cierta extrañeza por este movimiento entre la gente de cubierta del acorazado inglés, incluido el príncipe y el ministro, que se abalanzaron al puente para ver qué sucedía.
-Tranquilos, señores-dijo Luis Alimonda con gran serenidad-Vamos a salir del puerto sin remolcadores. No hay ningún peligro.
Dicho y hecho. El acorazado HMS Repulse, joya del Reino Unido, salió de nuestro puerto con las mismas facilidades de un bote. Serenados los ánimos, el ministro de marina exclamó que habría que dar de baja al patrón del Querandí por bruto.
-Eh, antes debería darme de baja a mi-respondió Alimonda, y explicó los detalles de la maniobra al asombrado y encumbrado pasaje.
-¿No querían salir en mejores condiciones?-epilogó sonriendo-Pues así lo hemos hecho. No hay mejores condiciones que éstas.
-¡qué gringo compadre!-exclamó satisfecho el ministro.
Un rato después, un edecán le entregó al práctico, en nombre del presidente, quinientos pesos. El príncipe de Gales le obsequió un artístico alfiler de corbata, con el escudo real en fino esmalte todo rodeado de brillantes.

Luis y Nino, en la cubierta del Querandí.

4-Villa Alimonda. Paredes de un siglo.

Villa Alimonda. Paredes de un siglo.

Luis Alimonda se había casado en 1903. Tuvo dieciséis hijos. Cuatro de ellos murieron tempranamente. Dos más, una niña de quince y un muchacho de dieciséis murieron en 1930, con diferencia de diez días, víctimas de un brote de escarlatina complicado con difteria. Sobrevivieron cinco varones y cinco mujeres.
La mayor de las hijas había nacido en 1906 y era maestra normal, otra era profesora de piano, y otra de dibujo y pintura. Dos de los varones estudiaban en la Escuela de Comercio de Bahía Blanca y el menor lo ayudaba en los trabajos de jardinería.
-Es guapo ése-manifestaba orgulloso el marino-fuerte para el trabajo. Lástima que le gusta demasiado la farra, el fútbol de la pelota y el cinematógrafo.

Luis posando con parte de su familia en el jardín de Villa Alimonda.

El trabajo de las mujeres de la familia había traído con su aporte, tranquilidad económica. Los varones iban a hacerlo al finalizar sus estudios.
-Doce hijos y 350 pesos de sueldo-se lamentaba Luis-El mismo que me fijaron en 1905. ¡Veinticinco años sin un mísero aumento, cuando un práctico de compañías navieras privadas gana el doble o más!. Hemos vivido tiempos de angustia y necesidades a causa de esto.
Su tez era bronceada por el trabajo del sol y el aire marino. Sus ojos brillantes y vivaces. Su sonrisa, fácil. Su voz era ronca, pero no por el frío del sur.
-Grité cuando murieron mis hijos-decía-grité tanto de dolor e impotencia, que perdí la voz.
“Villa Alimonda” indicaba una inscripción en el frente de la casa de Luis, ubicada en la calle 25 de Mayo entre Mitre y Luiggi, sobre vereda impar. Dicen que el ingeniero Luiggi, genovés como él, lo visitaba asiduamente. Aquí y allá en esta residencia campeaban los objetos relacionados con la marinería. Había adornos en el jardín realizados a partir de proyectiles de cañón de distintos calibres, todos pintados y decorados. Había verjas y encastrados para las enredaderas construidas con caños de calderas. Había un águila moldeada en yeso sobre una base lograda con un tubo metálico del “Garibaldi”. Alimonda no sólo era práctico de navegación, también era jardinero y escultor.
Esta casa con sus paredes de un siglo, está de pie y en excelentes condiciones para orgullo del patrimonio arquitectónico de la ciudad.

La hija menor de Alimonda junto al águila moldeada en yeso por su padre. La base es un tubo del Garibaldi. El mar y el arte conjugados en el jardín.


5-Un marino notable.

Partida de Génova hacia la América en una postal dedicada a los inmigrantes italianos.

Luis Alimonda llegó cuando el puerto era una idea en construcción en medio del desierto. Todo era arena y chañar evocando el último grito de la indiada.
No era un medio hospitalario. Todo lo contrario. En esta ría con sus bancos y cangrejales fracasaron los intentos expedicionarios del piloto español Joaquín Fernández Pareja. Barcos como el bergantín “Paulista” encallaron en los traicioneros canales y quedaron exhibiendo sus pecios como testimonio de la rudeza del ambiente.
Muy joven, Luis aprendió el arte de mover navíos. Las cifras logradas en su carrera sin mácula, tienen ribetes de hazaña. No hizo perder un solo peso, ni un kilo de hierro, ni una vida a la Marina.
Se codeó con presidentes y almirantes que hoy, desde la perspectiva de la historia, son próceres de nuestra patria. Todos lo conocían y lo apreciaban.
Venía de una infancia difícil y su vida no fue diferente en nuestro suelo. Los héroes no siempre son recompensados como merecen. A veces, hasta reciben el injusto pago del olvido y el anonimato. Pasó necesidades sin queja. La fatalidad golpeó su puerta muchas veces. Demasiadas para un solo hombre. Pero él siguió adelante, conduciendo barcos enormes y costosos hacia sus destinos de gloria.
-Los barcos son muy caros-solía decir-pero arriba, llevan algo mucho más valioso: gente.



 Una vista actual de la Villa Alimonda, la casa del primer práctico de Puerto Belgrano. En el frente aún se lee el nombre trabajado en material. Los dos pilares de la entrada se aprecian en una de las fotos de 1930.

Raúl Ifran.

Fuentes:
Archivo histórico de la Municipalidad de Punta Alta.
Sitio Histarmar.
Revista Caras y Caretas.





sábado, 14 de enero de 2017

ELOGIO DE LA BICICLETA.

“Hoy voy a ser tu poeta, mi gran amor bicicleta” le cantó el músico uruguayo Martín Buscaglia a esta compañera de dos ruedas. Y como él, lo hicieron desde Yves Montand, pasando por Queen,  hasta Shakira. No faltó un tango dedicado a una bicicleta que había costado dos mil pesetas y corría más que un tren, compuesto por  Antonio Rodríguez Martínez y popularizado por Ángel Villoldo en 1910.
En nuestra ciudad el caso fue muy particular. Punta Alta fue, sin eufemismos, la ciudad de las bicicletas hasta bien entrada la década del sesenta, en que comenzó a poblarse de motocicletas y automóviles.
Este modesto medio de locomoción era usado por los obreros que trabajaban en Puerto Belgrano, como así también por los militares que concurrían diariamente a las naves. Era común, en los primeros años de nuestra vida como pueblo, ver al legendario práctico naval Luis Alimonda pedalear desde su casa en 25 de Mayo, entre Mitre y Luiggi, hasta su puesto en los remolcadores. Dejaba la bicicleta en los muelles y se dedicaba a guiar, con la misma sencillez, a  los monumentales acorazados de la flota de mar por la traicionera ría. Hizo esto, miles de veces durante su carrera.
Cuenta el Gran Álbum de Punta Alta 1898-1941 que la señora Magdalena Páez de Ilacqua tenía instalado un negocio de venta de bicicletas y accesorios  que era de los más importantes en nuestro medio. Esto da a entender que había varios comercios más en este ramo. El local contaba, además, con un taller anexo para la reparación y el mantenimiento de los rodados.
Los redactores de la publicación de Crespi Valls, destacaban de manera especial “el poderoso incremento que ha tomado la bicicleta en la ciudad, ya como vehículo de paseo ó medio de transporte para los obreros de la Base Naval”. La “Casa Ilacqua” había sido fundada por Santos Ilacqua en el año 1923 con una gran visión de futuro, representando las marcas más conocidas, con un surtido completo de repuestos. La bicicletería estaba ubicada en la primera cuadra de calle Rivadavia.
En 1938 apareció un artículo titulado “Son las cinco y la bicicleta” en el periódico “La Nueva Época”. En él se relataba cómo a diario, casi todos los hombres de Punta Alta iban en bicicleta a los talleres de la Base Naval donde trabajaban. Iban desde distintos lugares y distancias para confluir en el mismo punto. Al llegar, dejaban a un lado sus rodados y se sumergían en el fragor de los tornos, los yunques y los martillos. Hasta que a las cinco sonaba un silbato y, como por arte de magia, todo se detenía. Entonces comenzaba otra actividad. Un sordo rumor creciente de caucho y llantas sobre el primitivo adoquinado. Y una muchedumbre cansada que salía impulsada al ritmo de los pedales hacia las barreras, del otro lado de las vías. Eran cientos, tal vez miles, incontenibles, como una marea humana. Eran tantos que hasta Perón, un día, quiso venir a verlos. Y lo filmó, para la posteridad, el noticiero Sucesos Argentinos. El articulista culminaba su nota reflexionando que eran hombres que dejaban por un momento de trabajar para la guerra y regresaban a sus hogares para trabajar por la paz. El autor del artículo era Floreal Ferrara, hijo de Pedro Ferrara, precursor del fomentismo en Punta Alta, y con el tiempo médico sanitarista y ministro de salud de la provincia de Buenos Aires. Tenía quince años cuando escribió el texto.
El sábado 28 de junio de 1947, la Nueva Provincia relataba la llegada de un grupo de inmigrantes italianos procedentes de Milán. Venían a trabajar como técnicos de aviación en Puerto Belgrano. Se los alojó en un complejo de viviendas sito en Arroyo Pareja, que estaban desocupadas. En medio del abanico de actividades desplegadas por los recién llegados, a los cronistas les llamó la atención el ir y venir de Vito Nebbioli en una soberbia legnano verde oliva. De retozar por la vía Dante, vino a bicicletear por nuestro balneario.
Lo cierto es que la bicicleta se convirtió en una vecina más. Uno se tomaba una foto en la calle y, seguro, salían una o dos bicicletas pasando. Hay postales viejas donde sólo bicicletas transitan por la calzada y otras donde se las ve estacionadas por decenas. Ni hablar de la consabida salida de los operarios de la base. Dentro del ámbito del Puerto Militar la bicicleta también era una presencia familiar. Hay fotos donde se las ve aparcadas junto a los aviones que van a despegar, ó en la dársena, con los barcos a la vista.
Recuerdo, a finales de la década del sesenta, que la bicicleta era el juguete predilecto de los niños. Casi no circulaban automóviles y las unidades de colectivos eran escasas. No había peligro.
Es una suerte que en Punta Alta la población se movilice, cada tanto, para festejar el día mundial de la bicicleta. Ello ocurre los 19 de abril. Claro que para nosotros, los puntaltenses,  el festejo tiene otra connotación. Recordamos a los pioneros de la base, a los trabajadores de la ciudad, a nuestros mayores, a los que pedaleando uno al lado del otro soñaron con una gran ciudad. Es una manera de seguir viendo nuestro pasado, ese eterno ciclista solo, que repecha las calles por las noches, parafraseando al poeta Horacio Ferrer.

Referencias:
“Certezas, incertezas y desmesuras de un pensamiento político. Conversaciones con Floreal Ferrara” por Maristella Svampa, Ediciones de la Biblioteca Nacional, 2010.
“Gran Álbum de Punta Alta 1898-1941” por Crespi Valls, 1941.
Caras y Caretas nro. 1649 del 10 de mayo de 1930 páginas 10 y 11.


La bicicleta, un negocio sobre ruedas. Casa Ilacqua en 1923. La foto, del Gran Álbum de Punta Alta, no es buena. Pero se aprecia la importancia del comercio.

Esta foto de Caras y Caretas, es maravillosa. En ella se ve a Luigi Alimonda, el primer práctico de la Base Naval, en bicicleta por una avenida de Puerto Belgrano en 1930.

Un avión Curtiss en 1919. -Si no arranca, te acerco en la bici.

Dornier Wall en 1928. Lanzan el avión por la rampa y se hacen una escapadita en bici hasta el galpón a tomar unos mates.

Esta escena identifica una época. La salida de los obreros. Aquí, antes del puesto 2, en zona reservada.

Otra vista de la famosa salida de los obreros. El paso a nivel de Colón e Irigoyen. El puesto 2 no existe.

El silbato de las cinco ya sonó. A pedalear, que se acaba el mundo.

El teatro Español, y un solo de bicicletas bajo las nubes.

Esta foto, ya entrados los sesenta, refleja la lucha a contramano entre bicis y autos.

Hermosa foto que subió un usuario del Centro de Nativos Puntaltenses a Internet. Sonrisas y empedrado en Irigoyen y Passo. Y la bici, por supuesto.

Otra hermosa foto particular, de un niño en Gottling en 1966. 

Otra bella foto particular. Mis suegros en un mundo de bicicletas y sonrisas de felicidad. No importa el año. Es para siempre.

Día de la bicicleta del año 2014. Saliendo de la base igual que nuestros abuelos. Foto de Periodismo en Redacción.